Un Venezolano se salvó de "milagro" en los ataques al World Trade Center.


Era Daniel Rodríguez, venezolano, caraqueño, de 40 años residenciado desde mayo de 2001 en “la boca del lobo”. Tenía 30 años cuando sucedió el mayor ataque terrorista en la historia de Estados Unidos, que dejó dos mil 992 muertos.
Demoró en enterarse de lo que sucedía. Buscaba las escaleras que lo conducían a la ciudad cuando un policía lo desvió de su ruta y le ordenó que buscara otra puerta de evacuación. No sospechaba que durante los 10 minutos que demoró en cruzar el río Hudson hasta New York dos aviones impactaban el World Trade Center.
Cumplió la orden del funcionario. Caminó hasta otra puerta auxiliar. Logró salir de la estación. Una cuadra y media separaba su oficina de las Torres Gemelas. Mientras caminaba notó que los demás alertaban que algo sucedía en ellos. Levantó la mirada. Notó que papeles volaban por la calle. Pensó que era un incendio, quizá en un restaurant u oficina. Las llamas brotaban por las ventanas en los pisos más altos.
Tomó una foto y aceleró el paso. “Dios mío, que los bomberos lleguen rápido, que funcionen los sistemas de agua y que todos los trabajadores se hayan salvado”, repetía porque no sabía que un avión había explotado sobre su cabeza. Llegó a su destino, entró al ascensor, saludó. Iba al piso 6. “En ese momento escucho el estruendo más grande de mi vida. Me asusté. El ascensor tembló. El edificio se sacudió. Creía que eran los efectos del incendio. Al abrirse las puertas del ascensor encontré un caos”.
“¡Nos están atacando!”, gritaban sus compañeros. “¿Quién?, ¿qué está pasando?”, preguntó al escuchar la algarabía. “¿Cómo es eso?, ¿no es un incendio?”, insistía. “¡Tengo fotos!”, les recordó. La desesperación se multiplicó. “Intentábamos ver por las ventanas. Íbamos de una oficina a la otra para tener una mejor vista. La situación no lucía nada bien. Corríamos. Entré en pánico. Me invadió la angustia”.
Lo confirman
Encendió la radio y la televisión. Las señales aún no se interrumpían. Menos de 30 minutos habían transcurrido. La voz de George Bush, el presidente de los Estados Unidos, informaba que miembros de la red Al Qaeda atacaban a la ciudad que nunca duerme.
Colapsó. Su mente se bloqueó. Subió al techo del edificio para fotografiar de nuevo. Allí vio caer la primera torre. “Yo pensé en suicidarme pero después me arrepentí y fui hasta el segundo piso para lanzarme por una ventana para salvarme… El riesgo era menos, en el peor de los casos sólo me partiría las piernas si fallaba”.
Sudaba. Su corazón amenazaba con estallar. “Es una tragedia, se nos acabó el mundo”, Rodríguez repetía en su mente. Los gritos, las sirenas de las ambulancias y la policía se adueñaron de la cuadra. Bajaba para reencontrarse con sus compañeros de trabajo, pero una nube de polvo se dispersó por cada rincón. Le impedía identificarlos. Los escuchaba pero no los ubicaba. Adentro, en su edificio, vivían su propio caos.
“No sabíamos qué pasaba afuera. No dejaba de temblar. Era casi imposible sostenerse de pie. Perdimos los sentidos y orientación. No sabíamos qué hacer, si mantenernos juntos o buscar vías de escape. Presentíamos que nos desplomaríamos”.
La ayuda
Daniel llegó a la planta baja de su oficina pero los sistemas automáticos de seguridad cerraron la puerta principal. Planeaba cómo salir con quienes ya estaban allí. El vigilante los ayudó. Salieron de la estructura bañados en lamentos. Corrieron hasta varios autobuses de la Alcaldía. Él lo hizo más rápido que el resto. Subió a uno. Respiró profundo. Su cámara y celular era lo único que tenía en los bolsillos.
Lo llevaron con los demás “al alto Manhantan”. La movilización tardó menos de 15 minutos. Los dejaron en una plaza. “La gente gritaba. Nos abrazábamos personas desconocidas y llorábamos. Tratábamos de entender. Fuimos benditos por Dios al tener los autobuses parados en la esquina”.
En la confusión no sabía dónde estaba. “Deben caminar hasta los muelles”, le ordenó al grupo un funcionario de los cuerpos de rescate. Acató la exigencia. Cinco minutos después cayó la segunda torre. Cuatro horas demoró en llegar al embarcadero donde el ferry que lo llevaría a New Jersey, su casa, al otro lado del río.
Comenzaron las llamadas. “¿Dónde estás?, ¡qué alegría oírte!”, escuchó del otro lado del teléfono. Era su mejor amiga desde California. “¡Esto es horrible, no sé para dónde voy. Me tengo que alejar del centro. No sé cómo hacerlo!”, le respondió el caraqueño, sentado en una acera. Ahí lloró por primera vez.
A la pesadilla
Los trenes estaban clausurados por temor de las autoridades a otro atentado. Estuvo en cola siete horas para zarpar. Esperaba con “paciencia, pero sentía miedo”. Los encargados del operativo eran “herméticos”.
A las 9.00 de la noche llegó su turno para salir. Tenía frío. Representantes de la Cruz Roja Internacional les brindaban ayuda psicológica y proveían agua a bordo. Al tocar tierra, sin necesidad de desvestirse, lo desinfectaron con una ducha de químicos. La instalaron en un campamento de primeros auxilios. “El apoyo humanitario fue increíble”.
Se fue a pie hasta su apartamento. Los nervios eran dueños de sus manos. Le costaba sostener las llaves para abrir las puertas. Entró y desplomó en su cama. No recuerda la hora en la que pudo dormir, cree que fue con el sol del 12 de septiembre. Hacerlo profundamente le llevó más de un año. Perdió peso y el apetito.
Su oficina cerró. La última vez que la visitó fue dos meses después del ataque. El acceso a la zona cero fue restringido. Sufre de depresión postraumática. A 10 años, de aquel día, aún tiene pesadillas. No frecuenta sitios muy concurridos, como el Centro Rockefeller o la tienda Macy&39;s. Tampoco los puentes, entre ellos el Brooklyn. Tiene una razón: “sueño que bombardean New York”.
No se perdona no haber disfrutado de la vista que ofrecía la torre sur desde su piso 110. Se podía ver la majestuosidad de la isla. El ascensor tardaba un minuto en llegar. Era la plataforma de observación más alta del mundo. “Ellas son insustituibles. Eran imponentes. Decían mírennos, somos estos edificios altos, véannos. Inaugurarán el memorial, pero representan una segunda generación de ellas, no son las mismas, no serán torres gemelas”.
Daniel Rodríguez se encomienda antes de salir al Todopoderoso y a su madre, quien que murió meses antes de irse del país. A ambos les pide, que de repetirse la historia, sólo pueda sentir “el boom, porque la misión del terrorismo es matar sin piedad”.

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