
Un ejemplo es el último escándalo por la filtración de documentos reservados. Al margen de si monseñor Vallejo Balda —el sacerdote español que aún continúa detenido— es declarado culpable o si, como él alega, se acostó con una mujer casada y por ello sufrió chantaje, un vistazo a su vida reciente refleja cuán viejos y profundos son los vicios de la Roma vaticana. Aun siendo un advenedizo, Vallejo manejaba fondos sin control, cultivaba a plena luz relaciones perjudiciales para la Iglesia y participaba en las frecuentes fiestas mundanas organizadas por algunos embajadores ante la Santa Sede, más preocupados en apariencia por el noble linaje de sus invitados, la añada de un vino o la política doméstica que por sintonizar con Bergoglio.
La cuestión es saber hasta dónde llega la paciencia de Francisco, pero ya hay datos para pensar que es finita. Por lo pronto, ha vuelto a anular sine die su visita a Milán, donde reina el cardenal Scola, príncipe de los díscolos, y ya ni se esfuerza en sonreír a los diplomáticos demasiado preocupados por las plumas del uniforme. Desde su habitación sin vistas de viajante por la tierra, Bergoglio sigue teniendo claro que quiere cambiar el Vaticano. Cueste lo que cueste.